Con las primeras luces del día, llegué a El Bolsón.
Desierto de almas, las calles vacías no me invitaban a permanecer en el pueblo.
Decidí alejarme del monstruo dormido hacia una lugar que me permitiera contemplar el paisaje. Me habían dicho que a pocos kilómetros del centro, había un lugar bellísimo, un pequeño cerrito desde donde poder apreciar todo el valle y su entorno.
Efectivamente, seguí las indicaciones de algunos carteles y llegué al pie de un pequeño morro. Cerro Amigo, rezaba un cartel y un flecha ascendente indicaban el destino final.
Nueve de la mañana de un domingo de primavera, en el aire flotaba el aroma de los aromos color maíz, ciruelos rosa viejo y blanco, y otros colores olorosos que hacían de la vista un verdadero vergel.
Dejé el coche a un costado del camino y me eché a andar, subiendo pesadamente la calle empinada. Llegué al rato a un predio que, supuse sería la entrada a la Reserva Forestal tan promocionada por su belleza y cercanía al poblado.
Dos opciones se presentaron: Ascender por un camino que se abría a la derecha o avanzar y descender por sinuosos senderos que, a sendos costados recibía el caudal de arbustos y rocas que parecían bajar del cerro, como una cascada pétrea y vegetal.
Si percibí los aromas y los colores, como no vibrar con los sonidos que el viento suave producía en la copa de los enhiestos árboles. Bajo ellos, el famoso sotobosque. Esa era la señal indiscutible que estaba en presencia de la vegetación autóctona que permite, por su baja acidez, a diferencia de otros pinos, la proliferación de helechos y matorrales de diversa índole.
Sentía que mi ser era mucho más que materia; hasta podía presentir que mi aura se aunaba con otras provenientes de la magnificencia del paisaje y los seres visibles e invisibles que me rodeaban. Que fácil era creer en los duendes. Hasta parecía escucharse un susurro secreto que recorría todo el bosque alertando de la presencia de un mortal en sus dominios.
La espesura era cada vez más densa, sin embargo, seguí una senda que llevaba a otras, como caminos alternativos de tiempo y espacio abriéndose para mí. Esa presencia misteriosa era cada vez más evidente, en efecto, no estaba solo en el paraíso. Oculto en cualquier parte, sabía que participaría del misterio de ese Edén. Un pájaro carpintero displicentemente golpeteaba un tronco bañado de sol, las bandurrias chocaban sus campanas sobre mí, y se reían grotescas de los arañazos que me propinaban las rosas mosquetas.
De perfil y con los ojos semi abiertos, ingrese por un túnel vegetal que olía a tierra. Como notaba en mi ser la vibración de esa misma esencia. ¿Dónde está el árbol de la vida, o el del Conocimiento del bien y del mal? ¿Dónde la serpiente con el fruto prohibido entre sus dientes? ¿Dónde los ríos que riegan el enorme jardín?
En lo más íntimo de mi conciencia sabía que no los vería. Pero... Lo que no creí que iba a ver tan de frente, a escasos metros tan solo de mi brazo, sosteniendo la última rama del camino, era a Adán y Eva comiéndose la manzana.
Desierto de almas, las calles vacías no me invitaban a permanecer en el pueblo.
Decidí alejarme del monstruo dormido hacia una lugar que me permitiera contemplar el paisaje. Me habían dicho que a pocos kilómetros del centro, había un lugar bellísimo, un pequeño cerrito desde donde poder apreciar todo el valle y su entorno.
Efectivamente, seguí las indicaciones de algunos carteles y llegué al pie de un pequeño morro. Cerro Amigo, rezaba un cartel y un flecha ascendente indicaban el destino final.
Nueve de la mañana de un domingo de primavera, en el aire flotaba el aroma de los aromos color maíz, ciruelos rosa viejo y blanco, y otros colores olorosos que hacían de la vista un verdadero vergel.
Dejé el coche a un costado del camino y me eché a andar, subiendo pesadamente la calle empinada. Llegué al rato a un predio que, supuse sería la entrada a la Reserva Forestal tan promocionada por su belleza y cercanía al poblado.
Dos opciones se presentaron: Ascender por un camino que se abría a la derecha o avanzar y descender por sinuosos senderos que, a sendos costados recibía el caudal de arbustos y rocas que parecían bajar del cerro, como una cascada pétrea y vegetal.
Si percibí los aromas y los colores, como no vibrar con los sonidos que el viento suave producía en la copa de los enhiestos árboles. Bajo ellos, el famoso sotobosque. Esa era la señal indiscutible que estaba en presencia de la vegetación autóctona que permite, por su baja acidez, a diferencia de otros pinos, la proliferación de helechos y matorrales de diversa índole.
Sentía que mi ser era mucho más que materia; hasta podía presentir que mi aura se aunaba con otras provenientes de la magnificencia del paisaje y los seres visibles e invisibles que me rodeaban. Que fácil era creer en los duendes. Hasta parecía escucharse un susurro secreto que recorría todo el bosque alertando de la presencia de un mortal en sus dominios.
La espesura era cada vez más densa, sin embargo, seguí una senda que llevaba a otras, como caminos alternativos de tiempo y espacio abriéndose para mí. Esa presencia misteriosa era cada vez más evidente, en efecto, no estaba solo en el paraíso. Oculto en cualquier parte, sabía que participaría del misterio de ese Edén. Un pájaro carpintero displicentemente golpeteaba un tronco bañado de sol, las bandurrias chocaban sus campanas sobre mí, y se reían grotescas de los arañazos que me propinaban las rosas mosquetas.
De perfil y con los ojos semi abiertos, ingrese por un túnel vegetal que olía a tierra. Como notaba en mi ser la vibración de esa misma esencia. ¿Dónde está el árbol de la vida, o el del Conocimiento del bien y del mal? ¿Dónde la serpiente con el fruto prohibido entre sus dientes? ¿Dónde los ríos que riegan el enorme jardín?
En lo más íntimo de mi conciencia sabía que no los vería. Pero... Lo que no creí que iba a ver tan de frente, a escasos metros tan solo de mi brazo, sosteniendo la última rama del camino, era a Adán y Eva comiéndose la manzana.
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